Franz Reichelt tenía tanta confianza en su paracaídas casero que lo usó para saltar desde la Torre Eiffel.
Dicen que «el orgullo precede a la caída», pero en pocas circunstancias la cita se puede aplicar tan literalmente como en el caso de Franz Reichelt, un sastre de origen austríaco que vivía en Francia durante el cambio de siglo y que soñaba con volar.
En la década de 1890 y 1900, la era de la aviación estaba comenzando, con globos de aire caliente y dirigibles cada vez más populares, y se desarrollaron las primeras aeronaves pesadas.
Reichelt estaba fascinado con esta nueva tecnología y quería dejar su sello en esta era de transformación. A principios de la década de 1910, la industria comenzó a centrarse en la seguridad de los viajes aéreos y buscaban un paracaídas que los pilotos y los pasajeros pudieran usar en una emergencia de vuelo.
Aunque ya existían paracaídas funcionales de dosel fijo, y ya se había inventado uno que funcionaba para grandes altitudes, aún no había un modelo para saltar desde aviones a baja altitud.
En 1911, el coronel Lalance del Aéro-Club de France ofreció un premio de 10.000 francos a cualquiera que pudiera crear un paracaídas de seguridad para aviadores que no superara los 25 kilogramos de peso. Impulsado por este premio, así como por su propia inclinación creativa, Reichelt comenzó a desarrollar semejante paracaídas.
Utilizando su experiencia como sastre, Reichelt creó prototipos con alas de seda plegables que frenaban con éxito la caída de los maniquíes que usaba como conejillos de indias. Sin embargo, estos prototipos estaban muy por encima del peso y tamaño para poder usarse en un avión.
Si bien todos sus intentos de reducir la escala de estos prototipos no tuvieron éxito, Reichelt no se alteró. Creó lo que llamó un «traje-paracaídas»: un traje de vuelo estándar con un par de varillas, un dosel de seda, y el revestimiento de goma.
A pesar de las pruebas iniciales fallidas que lo dejaron con una pierna fracturada, Reichelt creía que solo las cortas alturas desde las que lo había probado impedían que funcionara.
Reichelt comenzó a presionar al Departamento de Policía de París para que le permitiera probar su paracaídas desde la Torre Eiffel. Después de más de un año de denegaciones, finalmente se le concedió el permiso para probarlo desde la primera plataforma el 4 de febrero de 1912.
La policía creía que Reichelt usaría un maniquí de prueba para mostrar la efectividad de su invención, pero el sastre no reveló que él mismo planeaba saltar hasta que llegó a la torre a las 7:00 a.m. del día 4.
Muchos de los amigos de Reichelt, así como un guardia de seguridad que trabajaba allí, intentaron persuadirlo de que no hiciera el salto. Cuando se le preguntó si utilizaría alguna medida de seguridad en este experimento, dijo: «Quiero probar el experimento yo mismo y sin engaños, ya que pretendo demostrar el valor de mi invención».
A las 8:22 a.m., Reichelt dio un alegre «À bientôt» (Hasta pronto) a la multitud, antes de saltar de la torre. Cuando saltó, su paracaídas se dobló a su alrededor, y se desplomó 60 mts en picado sobre el suelo donde murió en el impacto.
Su pierna derecha y su brazo estaban aplastados, su cráneo y columna estaban rotos, y sangraba por su boca, nariz y orejas. La prensa francesa de la época notó que cuando los espectadores vieron su cuerpo, sus ojos estaban muy abiertos, dilatados por el terror.