Fue uno de los más grandes en la época del cine mudo. Rodó más de 150 películas y sin embargo, durante mucho tiempo, el nombre de Harold Lloyd permaneció en un segundo plano, eclipsado por los de Charles Chaplin o Buster Keaton.
Una de las razones, según explicaba hace unos años su nieta, Susan Lloyd, es que sus films no se vieron tanto por televisión como las de otros cómicos.
«Él era el propietario de todas sus películas, tenía el copyright, y no vendía los derechos porque no le gustaba que las interrumpieran con publicidad. Era un hombre que había cuidado mucho el ritmo de sus películas y no soportaba que las cortaran donde les daba la gana. Lo odiaba».
Harold Lloyd nunca quiso que sus películas fueran emitidas por televisión para evitar que la publicidad las trocease. Sólo a finales de los 70 llegaron a la pequeña pantalla ante el pasmo de una audiencia que redescubrió a un genio del cine mudo que los chavales de ahora contemplan fascinados.
Y es que en 1928, un año antes de la Gran Depresión, Lloyd era el actor más rico del mundo. Ni siquiera le ensombrecían Charles Chaplin y Buster Keaton. En sus personajes siempre representaba al americano medio de la gran ciudad, a un hombre moderno.
Lloyd permanece en la memoria colectiva colgado de las manecillas de un reloj sobre el abismo. Pero el protagonista de ‘El hombre mosca’ era algo más que un acróbata temerario.
Fue pionero en hacer pases de prueba y en modificar aspectos del filme para acomodarse al gusto del público.
Lejos del tono melodramático y trascendente de Chaplin, Lloyd rezumaba optimismo y se movía a sus anchas en la comedia romántica. En los años 20 rodó en las calles de Manhattan, algo insólito para la época, con el fin de capturar el verismo y la frescura del mundo real.
Harold Lloyd nació el 20 de abril de 1893 en Nebraska. Desde muy pequeño se sintió atraído por el mundo del teatro. Empezó a trabajar con doce años e hizo de todo: acomodador, vendedor de caramelos, encargado de atrezo, ayudante del director de escena… Sus primeros trabajos en Hollywood fueron como extra pero enseguida, junto con su amigo y luego socio Hal Roach, empezó a rodar sus propias películas.
Al principio sus personajes eran meras copias de los que hacía Chaplin pero finalmente dio con su propio héroe. Un tipo con unas gafitas redondas y lleno de ingenuidad. Un hombre como muchos otros que había entonces por las calles.
Harold Lloyd no viste ropas raras, ni sombreros estrafalarios, ni anda de una forma chocante como Charlot. Tampoco creó un personaje serio y triste al estilo de Buster Keaton.
«Él quería que el público le identificara con su hermano, su tío, su vecino, su novio. Pretendía hacer cosas que pudieran ocurrir realmente y que fueran divertidas», recordaba su nieta Susan.
Pero Harold tenía algo más. Era un hombre muy ágil y un gran acróbata. En muchas de sus películas le vemos sorteando coches por las calles o haciendo equilibrios en las alturas de los edificios.
El espectador sufría y se reía viendo cómo estaba a punto de caerse de un andamio o colgado de las agujas de un gran reloj en un rascacielos, como en uno de sus films más famosos, El hombre mosca.
En los rodajes se jugaba literalmente el físico. Un día de 1919 le estalló en plena cara un pequeño artefacto que había preparado el equipo de efectos especiales. Perdió dos dedos de la mano y muchos pensaron que su carrera como actor había terminado. Pero no fue así.
El accidente le dio incluso más fuerza y ánimos para convertirse en el mejor cómico. Le acercó aún más, si cabe, al hombre de la calle, ése al que siempre le ocurren cosas y sale adelante; el que asume sus problemas y dificultades y que al final de la película conquista a la chica, al amor de sus sueños.
Lo que no consiguió el accidente sí lo logró en cambio La Gran Depresión y, sobre todo, la llegada del sonoro. Rodó algunas películas en las que el público pudo oír su voz pero ya nada fue lo mismo.
En 1938 se retiró del cine. Solo regresó una vez más, en 1947, de la mano de Preston Sturges en un largometraje titulado El pecado de Harold que fue un gran fracaso.
Murió el 8 de marzo de 1971 en su casa de Beverly Hills. Pero sus películas siguen estando ahí y gracias a ellas podemos ver siempre a ese hombrecillo que mantiene el equilibrio contra viento y marea. Está a punto de caerse pero no, Harold Lloyd consigue agarrarse a algo en el último momento. Y el espectador suelta un suspiro de alivio y una sonora carcajada.
El cómico más exitoso de su generación, que en su momento ganó más dinero e hizo más películas que Chaplin, es para muchos -sin embargo- un desconocido.
Cuando en los años sesenta los críticos europeos, claramente orientados por la interpretación política, redescubrieron la obra de Chaplin, de Keaton y de Mack Sennett, encontraron allí elementos anárquicos y de lucha liberadora contra lo establecido que les produjeron instantánea simpatía, generando todo un culto alrededor de sus nombres.
Las películas de Lloyd no estaban disponibles como para analizarlas de primera mano y su imagen optimista, demasiado acomodada al medio social en que vivía, les daba desconfianza y por eso menospreciaron su genialidad e ignoraron su obra.
Sólo después de su muerte vinieron todos a caer en la cuenta de la terrible omisión, que se hace más grande si pensamos entre quiénes trabajó: Chaplin era un genio brillante, más allá de cualquier comparación, cuya obra cómica parecía a punto de lanzarse siempre hacia la tragedia; Keaton -desde la profundidad de su rostro impasible- era un espectador asombrado, un surrealista accidental.
Mientras que Harold Lloyd era sólo un hombre normal, no un superdotado pleno de inspiración que lograra hacer reír con sólo verlo.
Su humor era entonces el del esfuerzo, el de la elaboración fatigosa de gags que a punta de ensayo y error lograron calar en el gusto de unos espectadores exigentes que estaban acostumbrados a ver titanes del humor y que fueron seducidos lentamente por un hombre que –curiosamente- se parecía mucho a ellos, que reflejaba su estilo de vida, sus anhelos, sus frustraciones, sus ansias de triunfo social dentro del american way of life.
Harold Lloyd reivindica en el cine al hombre del común –práctico, optimista e ingenioso- y su historia, dentro y fuera de las pantallas, es la de un triunfador. De un ser humano valiente que empezó de la nada y terminó en una cumbre disputada, pero en la que tiene un sitio de honor que nadie va a quitarle jamás.